La puerta se cerró automáticamente detrás de Sal, que sufrió el golpe de un ambiente caluroso dentro del local. No sólo era la temperatura: el ambiente estaba cargado, denso. Costaba respirar y Sal se imaginó nadando en el interior de un útero materno: le divirtió la imagen.
"Pfffffftttiiii...iiiitttpff...pffp...pppff"
El ruido de la flatulencia —en intensidad y duración— fue tal que a Sal se le aceleró el corazón. Instantes después percibió una vaharada pestilente —una ola de pedo casi sólida— que le mareó tanto que tuvo que apoyarse en una grasienta pared para no derrumbarse. Las lágrimas afloraron mientras intentaba soportar las arcadas y enfocar la vista en una inmensa figura que se alzaba detrás de un mostrador casero hecho de alguna aleación local.
El hombre era una mole de grasa de unos dos metros, con la cabeza casi calva y todo él perlado de un sudor que semejaba mantequilla. Vestía una túnica que en tiempos fue blanca y se secaba una mano (Sal no quería saber de qué estaba manchada) en ella, de la cual colgaba una holochapa en la que fluctuaba su nombre: Big Joe.
—¿Puedo ayudarle, amigo? —preguntó Big Joe, mientras emitía una serie de cuescos cortos ("Pfttt... Fti... Pfttss") que golpearon a Sal en una rápida sucesión de ganchos derecha-izquierda. Big Joe era un boxeador de la flatulencia cuya baza no era desde luego el movimiento de piernas, ya que se mantenía muy quieto mirándole con cara de distraído. "Sólo le falta silbar al hijoputa", pensó Sal.