—¡Te habrás quedado a gusto! —me increpa Miranda frunciendo su ceño hasta entonces inmaculado—: La próxima vez que toque clase de historia me avisas y traigo el grabador de notas.
—Cuando te lo propones, puedes llegar a resultar francamente hiriente —le respondo, no sé para qué.
—¡Sigue tocándome las narices y comprobarás lo hiriente que puedo llegar a ser, viejo estúpido! —dice ella levantando la voz, mientras pone los brazos en jarra sobre su cintura, amenazante.
No insisto. Esta noche no tengo ganas de ponerme a discutir con Miranda Butler.
Salimos de la habitación. El director del hotel está sentado en el butacón isabelino que hay junto a la puerta. Me pongo a rebuscar en todos los bolsillos intentando encontrar mi expendedor digital de holotarjetas; sólo encuentro 250 drulocks en calderilla y una pelusilla de licra thermolactyl en el bolso derecho del pantalón de mi uniforme.
Me pregunta si ya pueden recoger la habitación. Le digo que sí mientras asiento con la cabeza y, acto seguido, pulsa con cuatro dedos el enorme botón púrpura que hay a sus espaldas. Es para llamar al servicio de limpieza, me explica. Como si me interesase lo más mínimo.
—Si lo que buscas es el expendedor de tarjetas, —advierte Miranda— deberías saber que está en la guantera del aeromóvil.
—Oh, mierda.
Desorientado, con el puñado de monedas en la mano, le digo al director:
—Si ocurre cualquier cosa, si se entera de algo que debamos saber, llame inmediatamente a la comisaría. Pregunte por el sargento Radzinski.
—Radzinski —repite el director con un aire oligofrénico.
—Eso es. Muy bien.
Y entonces no se me ocurre nada mejor que dejar mis monedas sudadas en su mano. Como un terroncito de azúcar de recompensa. Como premio por haber sido capaz de recordar mi apellido de judío. Apuesto a que no es la primera propina que recibe.
—Por las molestias —le explico sonriente, para su desconcierto.
De camino al ascensor, nos tropezamos con el encargado de mantenimiento. Algo en él dispara mis alarmas al instante. Le digo a mi compañera:
—¿Te has fijado en eso?
—¡Oh, no me digas que lleva la turbofregona sin retorcer! —A veces tiene más gracia.
—No, no es eso. Fíjate en su camisa. ¿Has visto de qué color es?
—Parece de color crema —dice ella sin demasiada convicción.
—Sepia, Miranda; el mismo color de los jirones que encontramos junto al suicida: El muerto formaba parte del servicio de mantenimiento del hotel. Quizá lo confundieron con Huisman, quizá lo mató él. Eso es lo que tenemos que averiguar.
Entramos en el ascensor. Huele a sudor y a esencia de pino.
En pleno siglo XXIII y hay cosas que nunca cambiarán, como el olor a ambientador de pino, tan caraterístico y genuino. Así que el suicida, definitivamente, nunca lo fué... seguimos expectantes.