Miranda revolvía papeles de mi despacho y lo hacía sin demasiado sentido, como haciendo tiempo. Esperé, con la esperanza de que se animara a decirme algo; sabía que sus lealtades en algún momento chocarían con su conciencia. Ella se giró, abrió la boca… y no dijo lo que me esperaba:
—¿Has pensado en que te vea un médico? Ya sabes… Tu problema intestinal. Es desagradable para los demás.
—Oye Miranda… —dije yo— ¿De qué va esto?
—¿El qué?
Me levanté con demasiado ímpetu de la silla, lo que hizo que ésta saliera disparada hacia atrás, golpeando la pared del despacho con un fuerte ruido. Los dos pegamos un respingo.
—No me vengas con mierdas —le espeté—. ¿Por qúe este tío es tan parecido a las fotos de Huisman?
—No lo sé —dijo con voz temblorosa.
—Deberías saberlo. El amigo Chinarro te ha puesto aquí para que elimines a Huisman, ¿acaso te has equivocado? ¿O fue otro asesino…? ¿Cuántos hijos de puta hay sueltos por mi ciudad?
El puñetazo de Miranda me sorprendió sin los pies firmes, me hizo tambalearme hacia atrás y caer sentado encima de mi silla.
—¡No es
tu ciudad, viejo cabrón! —me gritaba, escupiendo pequeñas pelotillas de saliva furiosa alrededor de mi despacho. Esta chica estaba perdiendo su encanto a pasos agigantados—. No me insultes ni me juzgues o te mataré sin dudarlo.
Eso no lo dudaba. Eran mis
eternos problemas con las mujeres.