El reloj de cuco es el único sonido en la sala.
Las almas están quietas, los espíritus acongojados, pero el tic-tac nos recuerda la inconsistencia del mundo. La peluda señora de Komaropoulos empieza entonces a gimotear en su sillón, presa de la angustia, aportando una segunda voz al canto monocorde del reloj.
He notificado muchas muertes en mi vida y sigo sin acostumbrarme. Sigo sintiéndome como un mensajero de la desesperación, como una broma existencialista de dudoso gusto.
Mis pensamientos se dispersan cuando el sufrimiento es tan fuerte a mi alrededor, me cuesta concentrarme en lo que me ha traído aquí: la relación que pueda existir entre el fallecido y Sal Huisman, entre un encargado de mantenimiento de hotel y el presunto asesino del alcalde de Lisboa.
Observo mis propios zapatos, simulando fascinación ante ellos. Me cuesta mirar al señor Kirkland/señora Komaropoulos a la cara, o incluso a sus tetas melenudas.
Voy a darle unos minutos más. El cuco anuncia las 9.30 de la mañana.