—Mire —dijo Sal—. Nunca nada bueno me pasó en este planeta. Salvo en mi primera visita cuando era un niño, siempre he asociado Athena a las mayores desgracias de mi vida.
—No sé qué tiene eso que ver conmigo.
—Tal vez nada, anciano; pero quiero decir que no me asusta lo que me pueda pasar. No he llegado aquí para quedarme metido en un traje de perro. En los últimos días me han apalizado, perseguido e intentado matar...
—Joven —dijo Disney—, mi vida no ha sido fácil tampoco, la verdad sea dicha.
"Espero que no vuelva con la estúpida idea de la criogenización" pensó Sal.
Quería salir de allí. Se encontraba extraño con su traje perruno, ajeno a todo.
Un pensamiento loco: al salir de allí le devoraría la multitud; un perro siempre es un plato agradecido en Ostrich City.
Para él, los últimos días habían discurrido en un ambiente de pesadilla, un escenario onírico en el que todos, incluído él, se movían sin demasiado criterio buscando un desenlace absurdo, un cisma con la realidad que todos habían conocido siempre.
Pensó en "El extranjero".
Pensó en la relación entre la desesperanza y el miedo.
Recordó su última conversación con Chinarro antes de escapar de la Tierra: le había dicho al mafioso que él mismo le había enseñado que un hombre sin esperanza era un hombre sin miedo. A través del teléfono había imaginado helarse la sonrisa en la faz de Fabrizio Chinarro, gracias a una cita de un Frank Miller que pocos recordaban.
—... pero no le aburriré con los detalles —continuaba diciendo el viejo Disney—. Váyase si quiere, no le voy a retener. Es fácil llegar al Palacio de la Ópera. Sólo tiene que coger el túnel 33 hasta la avenida Grandísimo Burt dirección Sur y allí...
—Perdone —le interrumpió Sal—, pero no tengo aerocoche. Dígame dónde puedo conseguir un Zraxi o como se llame aquí el transporte público.
—Aquí no hay de eso —le espetó Disney—. En Ostrich hay que coger una Publicinta... pero no debe hacerlo, es demasiado expuesto, podría cogerle alguna cuadrilla ciudadana de Espíritus Athénicos, los nacionalistas que han alentado a la turba para que le linchen... ¡yo mismo estoy en peligro ahora por acogerle!
Disney, nervioso, empezó a dar vueltas por la habitación. Su cuerpo volvía a sufrir aquellos inquietantes espasmos.
—¡Sólo podemos hacer una cosa! —concluyó— ¡Le llevaré en mi aerocoche!