Sal se consideraba, para la época, un buen lector de hololibros. Antes de su viaje había conseguido en la Tierra un ejemplar de Berlín-Lisboa, de Pietro Eugénides Morán, un autor legendario que escribió su más importante obra encerrado en un cuartucho, solo y abandonado. No podía dejar de admitir que el hololibro le había impactado. Redactado en un estilo cáustico y misterioso, dejaba un sentimiento de duda y de miseria ante lo inevitable, ante lo absurdo del libre albedrío. Entendía ahora que el doctor Morán hubiera tenido tantos seguidores después de su muerte, a pesar de ser considerado siempre un profeta underground.
Berlín-Lisboa le había dado claves, un tanto místicas, para adentrarse en el planeta —de una manera diferente a la de anteriores viajes—, a pesar de una molesta tendencia del autor en determinados pasajes de la obra a un desaforado dramatismo, muy propio del siglo en el que vivió.
Sin embargo, lo que no le había advertido el libro era que podía encontrarse un personaje como el anciano que manejaba con gestos convulsos los mandos del aerocoche mientras insultaba a otros sufridores conductores en el segundo subterráneo de Ostrich City: Walt Disney.