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De vuelta en Ostrich City corrí a mi tecno-apartamento para darme una ducha y cambiarme de pantalones. Mi uniforme de licra thermolactyl no podía estar ya más tieso ni más sucio de lo que estaba. No se puede jugar así con la salud de las personas. Aunque sea por una mera cuestión de olfato, ya no hablo de reputación.
El trayecto en ascensor se hizo algo más largo que de costumbre. Una mujer joven y rubia, despampanante, —probablemente una puta— se subió en el tercer piso. No dejó de arrugar la nariz durante todo el viaje, regalándome una mirada que se debatía entre la compasión y el asco.
Cuarenta y nueve pisos más tarde no pude contenerme y abrí la boca:
—Trabajo en la incineración de residuos orgánicos, señorita… —mentí por orgullo.
Ella, tal vez demasiado concentrada en sus esfuerzos por contener la respiración, no dijo nada. Mejor así. Se bajó en el piso sesenta y seis, con inocultada urgencia y un color céreo de piel muy poco saludable.
Subí otros quince pisos hasta llegar a mi planta. A la altura del setenta y nueve comencé a desabrocharme los pantalones, que se tenían en pie por sí solos.
Piso 81… Tres minutos y medio que a veces parecen una eternidad.
Salí del ascensor y crucé el pasillo aligerando el paso. La maldita canción de Goyo Ramos se me había pegado y ahora no me la podía sacar de la cabeza. Seguí trotando sin dejar de canturrearla. A la altura del segundo estribillo alcancé la puerta de mi apartamento. Estaba abierta de par en par. Alguien la había forzado.
Mierda.
¡Brindo por el regreso de Ray Hodges!
Salud!
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Tienes una cabecita fascinante.